En las campañas políticas, los estrategas y candidatos suelen aferrarse a una creencia casi ingenua: si logran demostrar que el discurso de su oponente es falso, lo habrán desactivado por completo. Despliegan estadísticas, documentos y argumentos lógicos como si fueran balas mágicas, convencidos de que la verdad, una vez revelada, hará que los votantes abran los ojos y cambien de bando. Pero esta táctica pasa por alto una realidad más cruda y humana: a una gran parte del público no le interesa si lo que escucha es cierto o no, siempre que encaje con su visión del mundo. Que el mensaje les guste, que resuene en sus emociones o confirme sus creencias, resulta infinitamente más poderoso que su veracidad.

Pensemos por un momento: ¿cuántas veces hemos visto un debate donde un político desmonta con hechos irrefutables las promesas vacías del rival, solo para que las encuestas apenas se muevan? ¿Y si refutar una mentira no cambia nada porque a la gente, en el fondo, no le importa que sea mentira? En este juego de percepciones, la verdad puede ser una herramienta débil frente al poder de un relato bien contado.

 

El error de los políticos: Sobreestimar la lógica

Los políticos y sus equipos de campaña suelen operar bajo una premisa aparentemente sólida: si logran exponer las falsedades del oponente, el público les dará la razón. Armados con datos, gráficos y declaraciones verificadas, se lanzan a desmentir cada exageración o mentira que sale de la boca del rival. Imagina un candidato que promete «eliminar el desempleo en seis meses» sin un plan viable; su adversario saca estadísticas, cita expertos y demuestra que es una fantasía económica. En la mente del equipo que refuta, el caso está cerrado: la lógica ha triunfado, el discurso ha sido neutralizado.

Pero aquí está el fallo: los hechos solos rara vez mueven a las masas. En una campaña reciente —digamos, una elección hipotética en una ciudad dividida—, un político afirmó que «los extranjeros duplicaron la delincuencia», algo que los números oficiales desmentían categóricamente. Su oponente presentó los datos: la delincuencia había bajado un 10% en los últimos años. ¿El resultado? Los votantes que ya desconfiaban de los inmigrantes no solo ignoraron las cifras, sino que aplaudieron más fuerte al primero. ¿Por qué? Porque el mensaje, aunque falso, hablaba a sus miedos y prejuicios. Desmontarlo con lógica no lo desactivó; al contrario, lo hizo más atractivo para quienes ya querían creerlo. Los políticos olvidan que la verdad, sin una conexión emocional, es un arma sin filo.

 

La fuerza de la compatibilidad emocional

Entonces, ¿qué pasa cuando la verdad no importa? Hay una demográfica significativa en Paraguay que no juzga los discursos políticos por su precisión, sino por cómo se alinean con su visión del mundo. Estos votantes no buscan hechos que los convenzan; buscan narrativas que refuercen sus creencias, valores o temores. Para ellos, un mensaje falso no es un problema, sino una ventaja, siempre que «sienta» verdadero y les hable directamente. En este contexto, el Partido Colorado ha sabido capitalizar esta dinámica con su lema «Dios, Patria y Familia», un discurso que apela a una identidad tradicional y emocionalmente poderosa.

Durante las elecciones generales de 2023, por ejemplo, el Partido Colorado, liderado por Santiago Peña, centró su campaña en esta trilogía, presentándose como el defensor de valores arraigados en la cultura paraguaya: la fe, el nacionalismo y la familia tradicional. Al mismo tiempo, encuadró a la oposición, especialmente a la Concertación Nacional y su candidato Efraín Alegre, como un peligro influenciado por poderes fácticos del exterior. Según esta narrativa, estas fuerzas extranjeras —a menudo asociadas vagamente con organismos internacionales o agendas globalistas— buscan imponer políticas pro-LGBT y un supuesto «globalismo» que erosionaría la soberanía y las costumbres nacionales. Aunque las pruebas de tales influencias eran escasas o inexistentes, el mensaje caló hondo en sectores conservadores que ya desconfiaban de cambios sociales percibidos como ajenos.

Desde un lente psicológico, esto se explica por el sesgo de confirmación: las personas tienden a aceptar mensajes que confirman lo que ya creen, sin importar su base factual. Para muchos paraguayos, «Dios, Patria y Familia» no es solo un eslogan; es un escudo emocional contra lo que ven como amenazas externas o modernidades indeseadas. Así, desmentir las afirmaciones del Partido Colorado sobre la oposición —como su supuesta agenda pro-LGBT impuesta desde fuera— no tuvo gran impacto, porque el público objetivo ya había comprado la historia que querían escuchar.

 

Orwell y la profecía de la verdad moldeable

Esta dinámica de priorizar la compatibilidad emocional sobre la verdad no es nueva ni exclusiva de Paraguay; George Orwell ya la había anticipado con escalofriante precisión en su novela 1984. En ese mundo distópico, el Partido no se preocupa por probar sus afirmaciones, sino por asegurar que la población las acepte como reales. Una de las líneas más reveladoras de la obra dice: «El Partido te decía que rechazaras la evidencia de tus ojos y oídos. Era su mandato final, y el más esencial». Para Orwell, la clave no estaba en los hechos, sino en controlar las percepciones y emociones de las personas hasta que la verdad objetiva dejara de importar.

El «doblepiensa» —la capacidad de sostener dos ideas contradictorias y creer en ambas— encuentra un eco en la campaña del Partido Colorado. «Dios, Patria y Familia» se presenta como un ideal puro, mientras se acusa a la oposición de ser títere de intereses extranjeros que amenazan esos mismos valores. Aunque las pruebas de esas influencias externas sean débiles o inexistentes, el mensaje no necesita ser cierto; necesita ser creído. Al igual que el Partido de Orwell reescribe la historia para que encaje con su narrativa, el discurso colorado moldea la realidad política paraguaya para alinearse con los temores y aspiraciones de su base, haciendo que cualquier refutación factual sea secundaria.

Orwell entendió que cuando un relato apela a la identidad o al instinto de supervivencia, la gente lo abrazará, incluso si contradice la lógica. En Paraguay, la idea de proteger la «patria» frente a un supuesto globalismo o agenda pro-LGBT funciona como un reflejo de esto: no importa si las acusaciones son demostrables, sino que «sientan» verdaderas para quienes ya ven el mundo a través de ese lente. Así, la profecía de Orwell se hace tangible: la verdad no es un requisito, sino un accesorio prescindible frente al poder de una historia bien contada.

 

Conectar es más importante que convencer

Al final, desmentir las falsedades de un oponente no basta si el mensaje ya ha echado raíces en el alma del público. En Paraguay, el éxito del Partido Colorado con «Dios, Patria y Familia» no radica en la solidez de sus pruebas o en la coherencia de sus acusaciones contra la oposición, sino en su habilidad para tejer un relato que vibra en las emociones colectivas. La lección es contundente: las campañas políticas no se sostienen en promesas lógicas que suenan artificiales, sino en imágenes e historias que golpeen el pecho, que hagan sentir al votante que su identidad y sus anhelos están en la línea de fuego. Una tabla de estadísticas o un plan detallado pueden ser impecables, pero si no vibran, se desvanecen.

Y aquí entra un fenómeno revelador: la mayoría sigue votando por figuras señaladas como «corruptas», «violentas» o «divisivas». ¿Por qué? Porque esos políticos, con todos sus defectos, se plantan cerca del pueblo de un modo que la oposición rara vez logra. No se trata solo de empatizar desde un discurso bien ensayado; los votantes quieren verse reflejados en sus líderes, con sus deseos, miedos y hasta sus asperezas. Un candidato «perfecto» pero lejano, con propuestas racionales pero frías, no puede competir con alguien que, aunque imperfecto, habla el idioma de la calle y encarna la lucha diaria. La corrupción o la división se toleran si el relato prende y la conexión se siente real.

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